martes, 10 de febrero de 2009

3º Lugar regional en concurso nacional de narrativa FUCOA

EL LANCHERO DEL LAGO DE LA NOCHE ESPANTOSA

La noche parecía tragarse el Ranco, mientras un céfiro frío y sorpresivamente desmedido azotaba cada vez con mayor fuerza la cara del lanchero como empujándolo hacia su desgracia.

–Es mejor que regresemos mijita, ya empezó este viento de mierda –vociferó el viejo, mientras en el asiento la única pasajera retenía el grito provocado por sus contracciones.

–No me diga eso, don Ernesto –le suplicó la joven–. ¡No ve que estoy sola en casa y me siento mal!

–Bueno ¿Y su marido?

–El Juan me dijo que se iba a volver esta tarde de La Unión, pero no llegó.

–Por la chita, el huevón irresponsable. Apuesto que partió de nuevo para Valdivia a tomar de seguro –le dijo el hombre molesto por la situación de desamparo en que se encontraba la humilde mujer.

–No, si anda trabajando. Fue a vender dos corderitos que le encargaron.

–Usted, Carmencita, que no se canse de defender a ese borracho. Dónde se ha visto que un buen marido deje sola a su mujer a punto de parir y con dos chiquillos. Al menos le habrá dejado algo de plata.

–Sí, me dejó dos mil pesos para que le encargara a la señora Clemencia alguna cosita que necesitara del otro lado.

–¿Y ese acaso no sabe lo cara que están las cosas que le deja unas cuantas chauchas?

–Es que no pudo dejarme más que eso –trataba de explicarle la joven con una voz extenuada–. La situación desde que nació el José se ha puesto cada vez más difícil. Hay veces en que no me queda otra alternativa que mandar los niños unos días donde mi hermana para que puedan comer.

–Mi mamá cuando estaba viva siempre decía: “donde se llena la guata uno almuerzan siete”. A nosotros jamás nos faltó el pan sobre la mesa. La vieja se las rebuscaba con mi padre para que todos los días fuéramos a la escuela desayunados y volviéramos a cenar en la tarde –le comentó el hombre orgulloso a la mujer y luego continuó–. El problema en su casa es que el Juan descansa en usted y todas las veces se manda a cambiar y no le deja nada en la despensa.

–Lo sé, don Ernesto, pero el Juan no es el de antes. Desde que supo que iba a encargar una niñita mujer cambió del cielo a la tierra. Si ni siquiera sé por qué no habrá llegado.
–Es que usted sabe que no se puede cruzar cuando empieza la brisa a ponerse diabla –le dijo el hombre con la intención de apaciguar los ánimos, ya que la discusión mezclada con la helada de la noche aparentemente estaba debilitándolos a ambos–. ¡Será mejor que se cubra con ese chal que está cerca de sus pies!

La estrepitosa nave dejaba entender que no aguantaría mucho si comenzaba a nortear con más vivacidad, pero el hombre encomendándose a Dios decidió ayudar a la joven madre y continuar su ruta pese a la solapada actitud de las olas. En sus tripas se dejaba sentir el leve cosquilleo que provoca el apetito, mientras sus manos encrespadas por la artrosis le indicaban que ya faltaba poco para jubilarse. A lo lejos divisaba los pechos montañeses que se erguían sobre la costa y que le señalaban que todavía quedaba al menos una media hora de navegación. De reojo miraba a su pasajera, una especie de hija adoptiva y vecina del lugar, a la cual desde niña protegió de los maltratos de un progenitor alcohólico y que ahora sufría en manos de un hombre mucho peor del que fuera su difunto padre. La mujer, en tanto, se lamentaba de su infortunio con un lloriqueo casi imperceptible, mientras sujetaba su vientre con ambas manos anhelando la cómoda cama de la sala común del hospital de Futrono, una hermosa ciudad cuya gente vive aún de la actividad agrícola y ganadera. Eran ya casi la una de la madrugada cuando la lancha arribó sin problemas al embarcadero.

–Hasta aquí la dejo –habló el hombre somnoliento–. Voy a ver si pillo un auto para que la acompañe hasta la guardia.

–No sé como agradecerle, don Ernesto, por todo lo que ha hecho por mí. Usted y la señora Marta han sido como unos verdaderos padres –le dijo la joven mientras en sus ojos brotaban unas agudas lágrimas de gratitud–. Siempre acompañándome en lo que más se pueda. Me apena haberlo defraudado cuando me enojé con usted, porque no quería que me juntara con el Juan.

–Así es el amor, hija. Cuando les pica el bichito ni a Dios escuchan. Pero yo me siento orgulloso de que sea una mujer de casa, trabajadora y me conformo con que saque adelante a los niños –hablaba el viejo mientras abrazaba a la mujer–. Cuídeme a la niña no más, no le quite los ojos de encima, no se la vayan a robar, porque de seguro va a salir tan linda como usted.

Mientras Carmen abordaba el radio taxi que buscó para ella el viejo lanchero, éste atizaba el viento con la mano, despidiéndose de la joven que se desdibujaba en el cristal del parabrisas posterior. Las luces del cielo le infundían un ligero coraje para retornar a Nahuelhuapi por el lago que a medida que se adentraba en sus aguas lo vestía de una tenebrosa garúa. Eran pasadas las dos de la madrugada cuando el motor dejó de sonar a unos cuantos kilómetros del atracadero del cual partiera por primera vez, quedando a la deriva en medio de una alborotada corriente que amenazaba con devorarlo junto a su lancha en cualquier momento. Había empezado a nortear con furia sólo hace un par de minutos y de nada le sirvió apresurarse en volver. Trató infructuosamente de equilibrar la pequeña embarcación, pero ésta terminó volcando con la tercera marejada, arrojándolo a las aguas sin piedad alguna. Años atrás se encontró en una situación similar cuando con el flaco Esteban quisieron probar un bote nuevo pese a las advertencias de los guardacostas. Ahí no tuvo otra alternativa que nadar casi quinientos metros hasta llegar a Isla Huapi. Pero al presente, él reconocía que tenía limitaciones, ya no era aquel muchacho de veinte años como antaño, bordeaba los sesenta y con una clara lista de enfermedades crónicas en tratamiento.

–Debo estar a kilómetro y medio –se decía, mientras miraba con rabia cómo había perdido su única fuente de ingreso mensual–. Mejor será que me ponga a nadar, si me quedo aquí la cosa se va a poner peor en menos de una hora.

Comenzó a nadar con todas sus fuerzas, braceando y mortificándose al pensar que debería ganarle la batalla a la próxima ola. Una y otra vez puso a prueba su suerte, la edad, una artrosis, aquella hipertensión que lo agitaba y esa diabetes que lo hacía insulino dependiente. Si bien no era más que un átomo en el infinito, la proeza de cruzar parte del Ranco a sus años lo contentaba profundamente. Motivando a gritos sus brazos y piernas para seguir adelante, en un instante llegó a sentirse nuevamente como el tiburón Maraboli, nombre que le puso la gente de la trilla cuando se apuró por socorrer al Mario Huentelaf que golpeándose borracho en una esquina del muelle cayó al agua inconciente. Mientras recordaba, la nocturna serenata siniestra que le dedicaba el viento apenas le permitió sentir la voz de su amigo y de la Marta que venían a su encuentro.

–Ernesto, hombre, sube rápido –le pidió el flaco Esteban con voz socarrona–. Yo sabía que te iba a encontrar huinca regalón.

–Apúrate en subirme no más –le habló feliz el viejo, ansiando estrechar a los dos ocupantes–. Por Dios que les eché de menos.

–En la casa están todos preocupados –dijo la Marta a su esposo con lágrimas en los ojos–. Ahora volvamos para atender a este hombre.

Ya en su dormitorio, el viejo miraba las viejas vigas de madera que sostenían su cabaña, las cortinas chinescas, la mesa de diario y el catre que lo esperaba para su descanso. Aunque no quería imaginar lo que pudo haberle pasado era inevitable para él no hacer una reflexión sobre la muerte, pero bien sabía que no había mucho tiempo para pensar: mañana tendría que salir temprano a cortar leña, a vender su último ternero, a cosechar papas u ofrecer leche en el pueblo para cumplir con la familia y aminorar en algo aquella pobreza en germen.

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